El gambito declinado

Jaime Cordero
8 min readDec 8, 2020

Un problema de ajedrez todavía insoluto: ¿Por qué, en pleno siglo XXI, Beth Harmon sigue siendo un personaje de ficción?

Sonja Graf era una joven alemana de 21 años cuando descubrió la pasión del ajedrez. Ocurrió a inicios de la década de 1930: andaba de compras por las calles de Munich cuando pasó por un café donde se solía practicar el juego ciencia. Se quedó pegada mirando, delante de un gran ventanal. Ella misma contó aquella experiencia en su propio libro: «La partida jugada precisamente delante de mis ojos, entre un hombre y una jovencita, me cautivó tanto que mis facciones instintivamente debían delatar todos mis pensamientos. Cuando la muchacha jugaba, a mi entender catastróficamente, dominaba los músculos de mi cara una rabiosa expresión de desencanto, mientras que después de las buenas jugadas del hombre se podía leer en mis facciones una amigable expresión de asentimiento». Al rato, la invitaron a jugar una partida, contra uno de los asistentes habituales del café, y ganó.

Tenía un talento natural: Sonja nunca había estudiado ajedrez, apenas había aprendido a mover las piezas en su casa, y ni siquiera estaba al tanto de que existiera teoría o libros dedicados al juego. Pero a partir de ese día se volvió asidua de los espacios ajedrecísticos de su ciudad, y fue discípula del Dr. Tarrasch, uno de los grandes de su tiempo. Graf batió a Spielmann –otra estrella de su época– en una exhibición simultánea celebrada en 1932, y llegó a disputar dos matches con la campeona mundial, la británica Vera Menchik, que la batió en ambas ocasiones. El estallido de la Segunda Guerra Mundial la sorprendió en Argentina, donde se estaba disputándose el campeonato mundial femenino. Sonja no regresó Alemania; radicó un tiempo en Argentina y luego de casarse se mudó a Estados Unidos, donde siguió jugando y llegó a coronarse campeona nacional.

La historia la encontré hace ya muchos años, en la biblioteca de unos tíos. El libro, escrito por Julio Ganzo, llevaba por título “Ajedrología” y no era un tratado teórico de ajedrez, sino una colección de anécdotas y curiosidades relacionadas al juego. Y había –no podía faltar– un capítulo dedicado al ajedrez femenino. Porque, claro, ese era la aproximación que se tenía respecto a las mujeres ajedrecistas allá por la década de 1960, que es cuando Ganzo escribió el libro. Ni Vera Menchik, ni Sonja Graf, ni ninguna de las mejores ajedrecistas de las primeras ocho décadas del siglo XX lograron meterse en la élite mundial, o siquiera obtener algún resultado realmente resonante contra los mejores ajedrecistas varones de su tiempo.

La alemana Sonja Graf, jugando una partida, en una imagen de 1936. Jugaba con un ‘look’ muy masculino. Sus atuendos no tienen nada que ver con los de Beth Harmon. (Foto: latinta.com.ar)

Algo ha cambiado el panorama, pero no mucho. El nivel de las mujeres ajedrecistas ha crecido, pero el nivel de los varones ha crecido más, y en consecuencia el ajedrez de alta competencia sigue siendo lo más parecido a un club de Tobi. Basta con mirar la última lista de los 100 mejores ajedrecistas de la actualidad, de acuerdo con el rating Elo. Solo figura en ella una mujer: la china Hou Yifan, en el puesto 86. A lo largo de toda la historia del ajedrez competitivo, solamente las hermanas Polgar –y, especialmente, la menor de ellas, Judit– pudieron desafiar la hegemonía femenina de manera sostenida. Sofía, Susan y Judit fueron resultado de la preparación obsesiva de su padre, Lazslo, un pedagogo húngaro que estaba resuelto a demostrar que las mujeres podían competir en ajedrez al mismo nivel que los varones, y lo consiguió. Judit llegó a ser la #8 del mundo. Pero ahora las tres hermanas están retiradas de la competencia, dedicadas a promoción del ajedrez y a formar nuevos talentos. Ninguna mujer ha tomado su lugar y en todos los grandes torneos han vuelto a ser cotos exclusivamente masculinos.

Gambito de dama, la exitosa miniserie de Netflix, cuenta la historia de Beth Harmon, una jovencita con un talento innato e inmenso, que llega a dominar la escena ajedrecística de su tiempo. La historia se desarrolla alrededor de la década de 1960. No está de más recalcar que en el mundo real ninguna mujer que haya jugado al ajedrez se acercó siquiera a lograr lo que Harmon alcanza en la ficción. De hecho, por esos mismos años, pero en la vida real, el legendario Bobby Fischer se expresaba despectivamente de las mujeres y aseguraba que no había ninguna que pudiera vencerlo, incluso dando un caballo de ventaja. Sesenta años después, la situación ha cambiado un poco pero no lo suficiente. No parece factible que Magnus Carlsen –el actual campeón mundial absoluto– le pueda dar un caballo de ventaja (o siquiera un peón) a la campeona mundial femenina, la china Ju Wenjun, y acabar ganando la partida. Pero tampoco parece factible que Ju, o cualquier otra ajedrecista contemporánea, pueda llegar a un torneo de candidatos, la antesala del duelo por el campeonato mundial.

Quizás la brecha empezó a cerrarse, pero Beth Harmon sigue siendo un personaje de ficción. ¿Por qué? Vale la pena explorar esta cuestión, porque puede ayudarnos a entender muchas de las dificultades que enfrentan las mujeres en la práctica para lograr una efectiva igualdad en nuestras sociedades.

Partimos de la premisa –mayormente aceptada– de que no existe una diferencia biológica o neurológica que justifique la superioridad de los varones sobre las mujeres en el ajedrez. En realidad, de lo que estamos hablando es de la superioridad masculina en el más alto nivel, el de los grandes maestros más fuertes, es decir, los 100 o 200 mejores ajedrecistas del mundo. En los demás niveles no existe diferencia alguna en el rendimiento de hombres y mujeres (medido, siempre, por el rating Elo). ¿Por qué, entonces, en más de 140 años de campeonatos del mundo ‘oficiales’ nunca una mujer se ha hecho con el título? Una teoría que actualmente se viene discutiendo tiene que ver con el volumen de participación: según los registros de la FIDE, solo 15% de los ajedrecistas federados son mujeres. Y si los hombres son muchos más, las posibilidades de que una mujer sea la mejor de todos los ajedrecistas se reduce. Según esta teoría, la supuesta brecha de calidad es en realidad una brecha de participación. Hay que buscar maneras de aumentar la participación de las mujeres, se sigue de esta línea argumentativa, y habrá más mujeres peleando por los primeros puestos del ranking. Pero durante muchos años, y por diversas razones, esto no ha ocurrido. Y aunque ahora hay más facilidades, sigue habiendo también dificultades.

A lo mejor un poco de mi experiencia personal ayuda a entender la situación. Durante mi infancia y adolescencia practiqué de manera intensa (y hasta obsesiva) el ajedrez, con limitado éxito, desde luego. Conocí muchas chicas que jugaban, fundamentalmente, en sus colegios. Las competencias escolares de ajedrez eran segregadas, y eran muy pocas las que salían del circuito del ajedrez escolar (de Adecore, principalmente) para competir en ámbitos más competitivos (y mixtos). Su nivel de competencia era limitado. Como en cualquier deporte, en el ajedrez para incrementar el nivel hay que competir mucho, y contra la mejor oposición posible. Adquirir roce, desafiar a los mejores, salir de la zona de confort, esas cosas. Eso no ocurría con las mujeres, salvo contadas excepciones.

Las chicas, básicamente, competían entre ellas. Y al menos una parte de la explicación era que el mundillo del ajedrez limeño, fuera de los espacios escolares, estaba claramente copado por los hombres. Por esas épocas (hablo de la década de los 90s, principalmente) frecuenté varios clubes de ajedrez, los ambientes de la Federación (que esa época quedaba en el Estadio Nacional) y espacios callejeros, como la Plaza Francia. En retrospectiva, eran espacios poco apropiados e incluso hostiles para la presencia femenina. No eran exactamente como un salón de billar, pero se parecían. Estaban llenos de hombres, se fumaba mucho, se apostaba, se hablaban palabrotas y abundaban los chistes subidos de tono. Encima, se jugaba mayormente de noche, hasta bien tarde, por lo que una niña que no tuviera un acompañante de confianza difícilmente podría tener la seguridad de luego regresar segura a su casa. Incluso obviando esas barreras, no es difícil imaginar la incomodidad que debía sentir una chica, siendo prácticamente la única mujer rodeada de varones que seguramente la miraban como un bicho raro, además de considerarla un competidor inferior. ¿Había mujeres ajedrecistas? Sí, pero eran muy pocas.

Hasta ahí, es lo que pude ver. Lo que me consta. Seguramente, la realidad era peor. No me parece descabellado pensar que las pocas mujeres incursionan en este mundo están expuestas a situaciones de hostigamiento o abuso. De hecho, años después se denunciaron situaciones de ese tipo dentro en el mundo del ajedrez de alta competencia peruano. Y puede pasar en cualquier parte. Hace poco, Susan Polgar contó en su cuenta de Twitter que fue víctima de avances sexuales no deseados cuando era adolescente. Si pasa en tantos otros ámbitos, por supuesto que puede pasar también en el mundo del ajedrez.

A propósito del éxito de Gambito de dama, Susan Polgar contó que una vez sufrió hostigamiento sexual cuando era adolescente y participaba de un torneo: «Solo una de incontables pesadillas».

Al fin y al cabo, el mundo del ajedrez termina presentando a las mujeres similares dificultades que otros ámbitos de la vida social, como podrían ser la academia o la política. En teoría, parten con las mismas armas que sus pares varones, pero al incursionar en cotos abrumadoramente copados por los hombres, enfrentan todo tipo de dificultades: las actividades cotidianas se desarrollan a la medida y conveniencia de los hombres, son ellos los que imponen las reglas y con frecuencia pueden darse episodios de hostigamiento, acoso e incluso violencia. Así, son pocas las mujeres dispuestas a asumir el alto costo que representa hacer una carrera y tratar de llegar a la cúspide. Entender cómo funcionan estos mecanismos es importante para tratar de corregir estas situaciones y generar condiciones que permitan a las mujeres incursionar en estos espacios históricamente dominados por los hombres, hacer carrera dentro de ellos y eventualmente triunfar.

Los enfoques que ignoran estas particularidades fracasan. A mediados de los noventas, la eurodiputada española María Sornosa (socialista, para más señas) propuso prohibir las competencias de ajedrez segregadas por sexo, y en algunos países esto se intentó, pero el resultado fue contraproducente: la proporción de competidoras femeninas tendía a reducirse. Las mismas ajedrecistas reclamaron el regreso de las competencias segregadas: una categoría ‘open’ (abierta para todos) y una categoría exclusivamente femenina. Entre otras razones, las ajedrecistas sostienen que es importante que las chicas tengan referentes de su propio sexo a los cuales admirar y en los cuales quisieran verse reflejados. Además, teniendo sus propias competencias, las mujeres pueden acceder a mejores premios, tener más visibilidad y acceder a más apoyos. En consecuencia, los países que tienen competencias segregadas tienen más mujeres ajedrecistas que aquellos que intentaron imponer un modelo únicamente abierto.

En la ficción de Gambito de dama, la primera lección de ajedrez que recibe Beth Harmon es que las chicas no juegan al ajedrez. Se sobrepone a ello, logra imponerse y se consagra como la mejor, en un mundo dominado por los hombres. He ahí buena parte del encanto de la serie. Pero en la realidad que ninguna mujer se haya acercado al logro de Harmon se explica por lo mismo: hay demasiados hombres allí, y muy pocas mujeres acompañan a Beth en su ruta al éxito. Es posible que Harmon se convierta en ese referente que logre que muchas más chicas se aventuren en ese camino. Y los hombres haríamos bien en no ponerles más obstáculos.

→ Para saber más:

Las mejores cinco jugadas de Beth Harmon en The Queen’s gambit:

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Jaime Cordero

Periodista, magister en ciencia política, docente universitario. Escribo de medios, política, deporte y todo los que sucede allí en medio. Lima, Perú.